Memoria

Mujeres represaliadas, de Susana Falcón

Rojas. Anarquistas. Socialistas. Masonas. Progresistas. Librepensadoras. Amas de casa, maestras, jornaleras, universitarias, costureras, sirvientas… la lista de profesiones y oficios es amplísimo, y solo se enumeran anteriormente algunos de ellos. El abanico que conforman las mujeres represaliadas a partir del 18 de julio de 1936 es tan extenso y poliédrico como lo era la sociedad misma en aquella época. Con el advenimiento de la Segunda República, en 1931, las mujeres ocuparon de manera decidida y profusa el espacio público. En pueblos y ciudades de todo el estado y en Andalucía —escenario elegido para estas líneas— las féminas asomaron la cabeza y tomaron las riendas de sus vidas.

Muchísimas plantaron cara a las ataduras ancestrales del patriarcado. El omnímodo poder de la Iglesia Católica sobre el sexo femenino también se vio cuestionado. Un profundo aire de libertad conmocionó los cimientos sociales y por todas partes surgieron asociaciones y colectivos de mujeres agrupadas para reivindicar sus derechos sociales o laborales. Las ideas de independencia y autosuficiencia en todos los terrenos vitales conformaron un feminismo que atravesó distintas capas sociales.

Al ejecutarse el golpe militar del verano del 36, las mujeres se convierten en objetivos claramente definidos para el fascismo y su maquinaria represiva. La toma de pueblos y ciudades a cargo de militares apoyados por falangistas y requetés pone a las mujeres en el punto de mira represivo. El salvajismo desatado, qué duda cabe, tuvo un clarísimo sesgo de género.

Es altamente recomendable la lectura de la obra Individuas de dudosa moral, de Pura Sánchez, para conocer y comprender las específicas características que adoptó la represión contra las mujeres. Ellas fueron fusiladas, violadas, encarceladas, torturadas, exiliadas, rapadas… intentaron borrarlas de la faz de la Tierra. Anularlas. Desaparecerlas.

Unos pocos ejemplos sirven para mostrar el espanto repetido, las vidas arrasadas, la ignominia colosal desencadenada. Estos retazos de historias femeninas, sumergidas en el polvo de la impiedad y el olvido, desenmascaran los profundos gestos existenciales con los que ellas se enfrentaron a la barbarie fascista, al franquismo y su poder dictatorial. Dignidad. Entrega. Sacrificio. Resistencia. Conciencia. Cuatro ejemplos evidencian como sus vidas, y en algunos casos sus muertes, giraron en torno a estos valores o actitudes.

LA DIGNIDAD MAS ABSOLUTA, LA DE LA HORA FINAL

Dolores García Negrete

Es casi imposible imaginar cómo será el último minuto ante el patíbulo. Ese instante definitivo con la certeza del final ante la fosa. Con la espalda apoyada en la tapia del cementerio. En cualquier camino, en el campo, junto a un barranco. En un bosque o una calle. Estremece pensar en esos segundos terminales, que cada cual atraviesa a su manera. Hay quien se aterroriza ante la inminencia de su desenlace vital y llora, implora. Grita y patalea ante lo que le aguarda. Pero también está aquel o aquella que mantiene una calma persistente, la dignidad más suprema le viste el alma y el cuerpo, en un gesto rotundo que no le abandona hasta las balas, hasta la muerte.

Dolores fue una de estas dignas pasajeras en su viaje final. La jiennense estaba casada con el médico Fernando Castillo. Dolores parió veintitrés vástagos, de los que sobrevivieron catorce. Su casa era un punto solidario para muchas familias de Jaén, a las que tanto Fernando como varios de sus hijos —asimismo galenos— atendían gratuitamente.

Castillo fue diputado en las Cortes por Izquierda Republicana y falleció a fin de 1936. Dolores, entonces, canalizó su entrega y ayuda a los desfavorecidos, que había desarrollado siempre desde sus ideas cristianas ingresando al Partido Comunista. Seguía la estela de dos de sus hijos mayores.

Ella se volcó, apasionada, en las actividades políticas. Desde el Socorro Rojo, durante el invierno de 1937, organizó la recogida de ayuda para los combatientes que defendían la República. Su intervención emocionada y emocionante a través de las ondas de EAJ Radio Jaén, consiguió que fueran donados miles y miles y miles de cajetillas de tabaco, de dulces, de abrigos. Con otras compañeras fundó una asociación de mujeres, promoviendo muchas actividades.

Tras la ocupación de la ciudad por las tropas rebeldes, Dolores fue detenida. Nunca negó su filiación comunista, y en la prodocumentación de su proceso puede leerse a un sacerdote testimoniante, que asegura que la mujer «había perdido la razón» después del fallecimiento de su esposo. Para los poderes fácticos locales, la entrega social y militante era una afrenta imperdonable. En otro documento se la cataloga como «hiena». Fue condenada a muerte.

La fusilaron el 1 de marzo de 1940. Al bajar del camión de la muerte, junto a la cantera pegada al cementerio de San Eufrasio, un oficial la golpeó. Ella mantuvo la calma y descendió. Altiva. Un disparo en la nuca la derrumbó, inerte. Su sangre manchó la piedra de la cantera. Durante años los canteros no la borraron. Mucho tiempo quedó allí, como mudo y pétreo símbolo de la digna Dolores. Poseedora de esa dignidad incalculable, antes de ser engullida por las sombras de la parca.

LUCHAR, LUCHAR Y LUCHAR TODOS LOS DÍAS DE LA VIDA

Isabel Mesa Delgado

Ella afirmaba que el anarquismo le venía en los genes. «Soy hija, nieta y bisnieta de anarquistas», repetía ufana la que fuera costurera a los once años. Desde su Ronda —Málaga— natal se trasladó con los suyos, ya muchacha en flor de catorce, a Ceuta. Allí inició un camino militante que ya nunca abandonaría, hasta el día de su muerte. Integrante del Sindicato de la Aguja de la CNT con el carnet número uno, fue incansable organizadora de protestas y huelgas de mujeres trabajadoras. En el Ateneo Libertario de la ciudad, con apenas quince años, fue la bibliotecaria.

Al producirse el golpe militar del 18 de julio de 1936, con la represión fascista campando a sus anchas, ayudó a escapar a muchos compañeros perseguidos. Isabel partió en la última embarcación que zarpó de la ciudad ceutí. A bordo viajaban doce hombres e Isabel, a la sazón con veintitrés años. En Alicante, igual que una muchedumbre, aguardó sin éxito un barco salvador para marcharse. Terminó en Málaga, donde reinició su activa militancia, hasta recalar después en Valencia. Requerida por la justicia, pasó a la clandestinidad. Para siempre sería Carmen Delgado Palomares. A Isabel, su verdadera identidad, la procesaron en rebeldía. Dos consejos de guerra y dos penas de muerte.

Ella no dejó nunca de luchar. La igualdad para las mujeres era un sueño que le quitaba el sueño. Participó en el congreso fundacional de Mujeres Libres, organización de la que fue secretaria en Valencia. La lucha feminista llenó su corazón y su mente con un ardor irrefrenable. Junto a otras como ella constituyeron la Unión de Mujeres Demócratas, para apoyar las familias de los presos y presas que abarrotaban los penales de una punta a la otra de España. Su activismo clandestino, en los duros años de la dictadura, le costó ocho días de torturas en 1956. Pero Isabel… Carmen nunca bajó los brazos. Hasta el final de sus días participó y creó y difundió. Se le iluminaba la cara hablando del sindicalismo anarquista, del anarcofeminismo. Nunca pudo olvidar, asemejándose al personaje de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Igual que él, ella no pudo jamás olvidar aquel recuerdo primigenio e inaugural, la biblioteca del ateneo de Ceuta, con los muebles hechos por compañeros anarquistas y los libros que cada uno traía de casa, los debates y las charlas, los bailes y las risas. Y ella, muchachita dinámica entre libros y reuniones.

Y cuando llegó la hora de partir, dejó establecido cómo quería su despedida. Envuelta la caja en la bandera rojinegra, y sus compañeros y compañeras juntos, al son de A las barricadas. Así fue el último tramo de su ajetreada y militante existencia.

Tenía razón Bertolt Brecht: «Quienes luchan toda vida, son los imprescindibles», como ella.

VIOLENCIA SEXUAL, BRUTAL HERRAMIENTA REPRESIVA CONTRA LAS MUJERES

Ana Ricarda Corbacho Cañete, Ricardita

La historia de Ana Ricarda Corbacho Cañete es un espeluznante ejemplo de cómo la represión realizada a partir de julio del 36 ejecutó un profundo y salvaje castigo contra las mujeres, con un claro sesgo de género centrado en la violencia sexual. Detenidas, muchísimas de ellas sufrieron violaciones durante los encierros, antes de ser fusiladas. A los tormentos que se les infligía se sumaron estas prácticas de barbarie patriarcal. El cuerpo de las mujeres se convirtió, entonces, en un castigo suplementario y brutal.

Ricardita pagó un altísimo precio por ser consecuente con su forma de ver el mundo. Esta republicana bella, que nos mira con expresión serena y un punto de tristeza en los ojos, en la añeja foto que de ella se conserva, era maestra. Era una mujer culta y que expresaba con seguridad sus opiniones. En la pequeña aldea de Jauja, cerca de Lucena —Córdoba— residía con su marido y sus cuatro hijos. Daba clases a los jornaleros en el Centro Obrero, y también hacía de escribiente para aquellos que, por ser analfabetos, no podían realizar gestiones administrativas.

Fiel a sus principios, la maestra se enfrentó con el guardia civil del cuartel del pueblo. Ella defendía la construcción de una escuela en terrenos locales, mientras que el uniformado Antonio Velázquez Mateo pretendía que los fondos públicos se utilizaran para arreglar las instalaciones de la Benemérita. Los productores agrícolas de la zona apoyaban a Velázquez, que acosaba a Ricardita. Esta no se arredró y denunció los hechos. El guardia fue trasladado del pueblo.

Después del golpe militar, Velázquez regresó a su puesto. La enseñante se había ido preventivamente a Córdoba, al igual que sus dos hermanos, socialistas. El saldo represivo en Jauja fue descomunal; veintiún personas fueron fusiladas y proliferaban las detenciones y torturas. A fin de octubre, Ricardita regresó con su familia.

La apresaron junto a su madre, sus hermanas y una vecina, que intentó defenderla cuando se la llevaban. Con todas siguieron el tratamiento acostumbrado. Golpeadas, rapadas, vejadas. Varios días de tortura no obtuvieron el resultado que buscaban Velzáquez y conocidos requetés y falangistas del pueblo y de la zona. Brutal fue su empeño con Ricarda, en su pretensión de que informara sobre el paradero de sus hermanos Juan y Manuel. No lo consiguieron.

Varios días después el guardia, junto con otros dos, se la llevó a una casa de campo. Durante varias jornadas la mantuvieron encerrada, sometida a torturas y violaciones. Llena de espanto el corazón imaginar el calvario soportado esos días por Ana Ricarda. Qué soledad desesperada, casi cósmica, debió de sufrir mientras la vejaban una y otra vez… Después la fusilaron y la dejaron semienterrada. Un conocido la descubrió y le dio sepultura, al parecer junto al arroyo de la Coja. Desgraciadamente, este valioso testigo perdió la cabeza años después, sin que pudiera aclarar la ubicación exacta de la maestra Ricarda. Como acostumbraban, incautaron la tienda familiar, botín obligado que sufrían las familias de los represaliados. El marido de Ricardo perdió el juicio, falleciendo siete años después, y sus vástagos crecieron marcados por lo sucedido, señalados. Su hija Rocío batalló hasta su muerte, con ochenta y seis años, buscando justicia y dignidad para su madre. Su nieta Florentina continúa, infatigable, en la tarea de lograr, al fin, justicia y verdad para la bella maestra. La culta y decidida Ricardita.

RESISTENCIA TOTAL E INDOBLEGABLE ANTE LA TORTURA

Pastora Martín Sotillo

Una antigua foto muestra a una mujer con un niño pequeño en brazos. El crío, expectante, mira al fotógrafo mientras que el gesto de ella es una mezcla de aplomo y solemnidad ante el objetivo. Parecería una instantánea añeja más, con toda la atmósfera de los años veinte o treinta del siglo pasado. El peinado y la ropa de ella nos retrotraen a tiempos idos. Sí, podría ser una foto familiar más si no fuera porque esa mujer que apoya, amorosa, la mano en el hombro del niño fue dueña de un valor, de una fuerza indestructibles y conmovedores. Se llamaba Pastora Martín Sotillo.

Impresiona pensar en la fortaleza colosal de la que fue capaz Pastora. Soportó todos los horrores que le infligieron sin que consiguieran que diera postas sobre el paradero de dos sus hijos. Ellos, milicianos, defendían la República en el frente. Inasequible a brutalidades extremas y de todo tipo, su madre solo repetía una y otra vez su frase inamovible: «No sé dónde están y si lo supiera tampoco lo diría». Fue todo lo que lograron arrancarle durante días y días, en el local cercano al ayuntamiento, que estaba lleno de detenidos y detenidas.

Su pueblo, El Arahal —Sevilla—, sufrió una descarnada y feroz represión que incluyó el bombardeo de la localidad. Ametralladoras colocadas en la plaza de la Corredera acribillaban a hombres y mujeres los primeros días de la ocupación. Se estima que alrededor de setecientos vecinos y vecinas de El Arahal fueron fusilados en aquel terrible año de 1936.

María y Valle eran por entonces dos de los numerosos hijos de Pastora. Con tan solo cinco años, recuerdan fielmente cómo la madre, al caer las bombas, llevó a sus once hijos al campo para librarlos del peligro mortal que habitaba las calles del pueblo. La escapada hizo que no llevaran alimentos, por tanto, la progenitora regresó, posteriormente, a su casa a por comida para los suyos. La guardia la detuvo y comenzó, inapelable y salvaje, el martirio para ella. Una de las hermanas mayores, al constatar que la madre no regresaba, trasladó a la prole otra vez al hogar.

Cientos de miles de testimonios nos cuentan por toda Andalucía la misma desgarrada historia. La conocemos en labios de hijas, maridos, madres, hermanas… A la puerta de prisiones. Cuartelillos. Comisarias. Ayuntamientos. O cualquier improvisado lugar donde amontonaban a decenas y decenas de detenidos. En demasiados casos les aguardaba el tiro mortal y la fosa común. Hasta una de esas puertas de la incertidumbre y el miedo más espeso, en aquel Arahal de principios de agosto del treinta y seis, llevaban las hijas de Pastora la consabida cesta con alimentos para la encerrada. Gesto amoroso y solícito que tantos y tantas repitieron, en esa tétrica normalidad de entregar los pocos alimentos cada mañana. Creyendo, quizá, quienes los portaban, que esa extraña cotidianidad podía ser un salvoconducto esperanzado ante la muerte que revoloteaba el aire. La cestita recogida cada jornada alimentaba la perspectiva de la libertad ansiada para el ser querido a quien era destinada. Pues, como en todas esas historias iguales a la suya, una mañana no les dejaron entregar esa canasta salvífica.

Pastora cayó baleada. Junto a las tapias del cementerio de Paradas. Ni el más ignominioso de los dolores, ni la mayor vejación posible, bastaron para abrirle los labios. La tortura, esa que deshumaniza, ese mecanismo represivo que revienta los cuerpos y parte en dos el alma de aquellos que la sufren, no pudo con ella. Resistió, indoblegable, hasta que la muerte le apagó la vida.

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